Nota aclaratoria, psicológicamente cuasi-arqueológica: еsta pieza, redactada en 2020, se reedita en Deinós para recordar que algunas de mis obsesiones ya pululaban en los circuitos de mi cerebro en 2020. Lejos de desaparecer, se han fortalecido. También quiero mencionar que lo aquí escrito nunca constituyó un verdadero intento de escribir un libro, ni siquiera un relato corto; simplemente fue un ejercicio.
Prefacio
El prólogo no estaba planeado. Escribí la primera línea del capítulo uno a aproximadamente las 11:30 de la mañana del 11 de julio de 2020. Tras escribir el cuarto párrafo y revisar los anteriores, comprendí que era necesario reflejar explícitamente cuál es mi relación con Dios. Llevado por este arranque de sinceridad sobre contenido y proceso creativo, inicié la redacción del prólogo a las 11:50 del mismo día.
Escribir un prólogo a algo que uno mismo ha escrito no es lo más habitual, o al menos no lo era en la época de Cervantes. Sin embargo, aquel maestro decidió “autoprologar” su Quijote, en contra de las convenciones de su tiempo. Quiso dar una lección con ello sobre las modas de erudición imperantes y contra ellas. Yo no aspiro a tanto, pero igual que Cervantes intento sincerarme.
Sincerándome, te confieso que no dejo de asombrarme ante la temeridad de mi intento y de preguntarme qué pensaré acerca de mi relación con Dios dentro de unos años, conforme el viaje continúe. Es posible que me avergüence de lo escrito; también de que me ría. Pero jamás me permitáis que lo destruya.
Prólogo
El hombre que escribe estas líneas podría declararse impotente para entender a Dios: desde la impotencia, no podría ni afirmarlo ni negarlo y se vería mudo, manco y ciego; no podría intentar entender a Dios, mucho menos explicarlo y, desde luego, no podría fabular sobre él.
Desde la impotencia, este hombre se convertiría en polvo tras ser un mero suspiro; no dejaría nada en el corazón de otros hombres y fallaría a un hijo todavía por conocer; desde la impotencia, este hombre ni siquiera viviría.
Pero el hombre que escribe estas líneas ha elegido el camino de la rebeldía. Ha elegido la libertad.
Capítulo 1
Dios, entendido como el Todo, existe al margen de la palabra humana. Siempre fue, es y será; no requería ser entendido, no requiere ser entendido, no requerirá ser entendido; no requería ser expresado, no requiere ser expresado, no requerirá ser expresado. Dios es la inasible totalidad del cosmos.
El hombre, en cambio, es contingente y finito. Dios y el hombre, si alcanzasen a verse, serían dos extraños cruzando miradas a través de un abismo imposible. El Todo y el hombre son entidades recíprocamente alienígenas y, lo que es más importante, el uno para el otro son irrelevantes.
Nada de lo anterior privó al hombre de pensar en Dios. Desde solo un centenar de mentes, desde solo un centenar de fogonazos de pensamiento, desde solo un centenar de meditaciones convertidas en unos primeros murmullos dubitativos y rezos tentativos, un día un centenar de hombres alumbraron al mismo dios en un planeta joven. Un centenar de nombres entonados por vez primera en una breve nota en la monótona melodía de la eternidad, intentando expresar un mismo anhelo, responder una misma pregunta, satisfacer una misma necesidad: ese día el hombre quiso darle un sentido benévolo al tiempo; ese día, el hombre se enfrentó a la realidad de su muerte; ese día, entendió cómo vencer a la muerte y fabricó la primera herramienta para lograrlo.
Ese día, un dios había nacido. El mismo clamor desde un centenar de voces guturales, manifestando una misma idea.
Desde ese momento… bueno, desde ese momento el estado de cosas degeneró en un enloquecido descontrol.
Ese mismo dios al poco tiempo estalló en cientos. Unas veces, panteones de dioses caprichosos y mezquinos; otras, de dioses gentiles y bondadosos; a menudo, dioses pendencieros, puteros y pederastas; en otras tantas ocasiones, dioses “Madre”, dioses “Padre” o dioses hermafroditas (no es descartable), pero siempre únicos, verdaderos y con declaradas aspiraciones monopolísticas. Frecuentemente, dioses eternos de mil, dos mil, ¡tres mil caras!, cada una diseñada específicamente para acompañar un momento de la vida asociado a algún frenesí hormonal, decaimiento pluricelular, o a un nuevo código legal más o menos rocambolesco. En destacados episodios, se invocó a los dioses como cobertura espiritual para algún exceso orgiástico o asesino. Quedan también registros, datados de épocas en las que algunos bienintencionados descreídos declaraban que “Dios había muerto”, en los que se fabricaron dioses-hombre que, negando lo divino y la trascendencia del espíritu, eran capaces de asolar vastas tierras y someter a pueblos enteros (aunque muchas veces estos dioses-hombre tenían un aspecto bastante caricaturesco, para desgracia de los mismos).
Resumiendo: podemos afirmar que la historia de la humanidad discurrió a trompicones por periodos de heterogéneos monoteísmos, politeísmos festivos, conflictos cósmicos de diferente calado, guerras frías divinas y cruces de diferentes variedades de paganismo, entre mágicos y dialécticos, acompañados de música, conflictos y de no poco aburrimiento y fatalismo. En medio de este pandemonio, algunos hombres se portaban bastante bien; otros, francamente mal. No obstante, la mayoría de ellos simplemente morían encogidos de hombros sin haber pasado por demasiados trances místicos o reflexiones metafísicas y tras haber dedicado sus vidas a únicamente dos saludables actividades: comer y follar.
Pero un día todo cambió: los hombres y el resto de especies inteligentes de la galaxia consiguieron imponer un poco de orden en el caos. Y es que, cuando el último censo divino registró un total de 7.97×(10^19,782,364) dioses a lo largo y ancho del universo conocido, algunos sabios comprendieron que era el momento de regular el espinoso tema de lo divino para que los seres conscientes de la galaxia pudiesen dedicarse a comerciar con tranquilidad y con una práctica y relativamente higiénica certidumbre espiritual.
Y es en esta próspera era en la que encontramos a nuestro héroe, Neon Hermes (por lo general Hermes a secas, o Hermecito para los amigos), perforando sin elegancia la atmósfera de un pedazo de roca sin nombre en un brazo olvidado de una galaxia pestilente. La refriega con unos piratas bumbro-circonianos ha dejado en las últimas su nave. Con el condensador de INC (de segunda mano, toda una ganga) tostado, la cuestión es simple: aterrizar en cualquier sitio o morir en el helado vacío sideral.
Contacto en tres, dos, uno…
Un denso banco de nubes plomizas, luego agua, algas, una playa. Suciedad y crustáceos alrededor del morro destrozado de la nave y una medusa gigante provista de patas de pollo estampada en el fuselaje, lentamente escurriéndose entre fosforescentes viscosidades escapando de su maltrecho, otrora majestuoso, cuerpo. La escotilla se abre entre siseos vaporosos y descompresiones flatulentas. Emerge de ella Hermes quien se desploma en la arena y pierde el conocimiento.
En un instante fugaz, desde el fondo de su consciencia, nuestro héroe vislumbra, nebulosas y holográficas, tres figuras reclinándose severas sobre él: tres de las emanaciones más recientes de la Única Esencia Divina (UED), aleatoriamente sintetizadas y emitidas por la Máquina Gnosis (MG):
Ahí está 22/X-Justicia.
Ahí está 09/Y-Amor.
Ahí está 88/Z-Alma.
Ahí está La Trinidad JusAmAl: a la vez inicio distante y causa más inmediata del periplo de Hermes, vagabundo intergaláctico en busca de un hogar.